03 Dic 5 Poemas para viajar a través de las palabras
En este espacio poético, nos sumergimos en la magia de los poemas de viajes, donde cada estrofa es una maleta llena de experiencias, y cada verso es una aventura esperando ser explorada. En cada palabra, te invitamos a despegar con nosotros, a explorar nuevos horizontes y a sentir la brisa de lugares lejanos que sólo la poesía puede traer a la vida.
Poeta: Mercedes Araujo
Poema: “Viajar sola”
La travesía no será aliviada.
Nací entre montañas, persigo la hierba
y ansío el desierto.
El desierto iguala a los peregrinos.
¿Y a las peregrinas?
A las peregrinas nos mueve la luz
que se desplaza.
Autor: Anahí Lazzaroni
Poema: “Dos barcos”
No sé por qué me persiguen dos barcos
que se estrellan en la madrugada
o
en una noche que no es ni áspera ni dócil.
Apenas veo sus proas.
No los distingo, los siento ahí
en alguna parte del mar, de otro mar que no es el mío,
tampoco el de los sueños.
Quizás sí sea el de la infancia, más allá del Le Maire,
el de los libros
o el de las pesadillas de invierno.
Dos barcos grises, sin tripulantes, chocando
sin ruido
entre olas altas.
Autor: Diego Bentivegna
Poema: “Carta a K”
Hay además un hecho
en verdad digno de admiración,
y es que en el Reino de Chile,
en la parte occidental de los Andes
en la costa del mar Pacífico,
no se encuentra víbora, ni serpiente,
ni ningún otro animal,
ni se sienten nunca
rayos, ni truenos,
al contrario de lo que pasa
en la parte oriental de la dicha montaña,
donde se encuentran –en el desierto
de las pampas que van hasta el Paraguay–
serpientes
y otros innumerables
animales venenosos
y no faltan estrépitos de truenos y de rayos
y otros fenómenos,
y los cambios meteorológicos
son frecuentísimos.
Cuál sea la causa de ellos
queda reservado a ti,
Athanasius, investigarlo.
Poeta: Mariano Rolando Andrade
Poema: “Janis»
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o antes, bastante antes, en París quizás.
No lo sé con certeza; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y además, las ciudades se parecen tanto.
Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Estaba sentada en la barra de un bar del Village,
sola de madrugada pidiendo jacks con coca.
Afuera, por la Sexta Avenida,
desfilaban jaurías de taxis vacíos.
No hablaba mucho, Janis.
No le hacía falta.
Tenía penas oscuras que no eran negras
pero brillaban como si lo fuesen.
Eso
y una inquietante sonrisa de media luna.
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o después, un poco después, en Buenos Aires.
Quién sabe; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y además, qué importan los lugares.
Caminaba de madrugada por el empedrado de San Telmo
Y de repente se detuvo en una esquina y se quedó ahí.
Buscaba o esperaba algo, vaya uno a saber qué.
Tan intensa y quieta que daba pavor.
Ella, que en un segundo estallaba como una supernova.
No hablaba mucho, Janis.
O hablaba en una lengua indescifrable.
Un idioma de uñas pintadas de negro recorriendo el vidrio.
Una lengua de pies jugando con las patas de la banqueta.
Nunca sabías qué estaba pensando.
“Cosas mías”, decía, y callaba.
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o en París, o en Buenos Aires.
Pudo haber sido en otra ciudad; hay cosas que uno no quiere recordar.
Además, los lugares se confunden en la memoria.
Manejaba como una condenada por una avenida
que se metía sin esperanza en el sur de una ciudad.
Ahí donde la civilización cede al arrabal y se gesta el suburbio.
Parecía una rockstar cansada de ser leyenda, Janis.
La sonrisa de media luna, las uñas negras firmes en el volante.
Había tomado cinco, seis, siete jacks con coca.
No sé cómo hacía, tan menuda y tan exquisita.
Escuchaba música y miraba de reojo el sol
asomando entre los escombros y los edificios desparejos.
El pelo se le acomodaba sin artificios sobre los hombros.
Los músculos se contraían en las piernas desnudas.
El sur no tiene límites; me hubiese ido lejos con Janis.
Pasamos estaciones de tren vacías y fábricas cerradas,
puentes mutilados, largos paredones con grafitis.
Recorrimos kilómetros ficticios planeando huidas.
El viento de la mañana nos resbalaba por la frente.
Y en un semáforo en rojo, después de mirarme y cerrar los ojos,
ella, la que nunca hablaba o hablaba en otros idiomas,
se puso a recordar en el alba inmaculada del suburbio.
Habló de su primer trabajo, atendiendo en un locutorio de Constitución.
Tenía 19 años, dijo, y acababa de terminar la secundaria.
El negocio era del padre de una amiga, el barrio era filoso
y ella una chica bien de Adrogué, una chica rebelde de Adrogué.
Los chicos nos querían, comentó, y pisó el acelerador.
Al final de cada día, un rato antes de irnos,
poníamos la música alta mientras limpiábamos el lugar.
Los Stones, Janis, los Doors… Otras cosas también.
Mientras la escuchaba, traté de imaginarla a esa edad,
metida en un caos de cumbia y vendedores ambulantes,
putas, vagabundos, laburantes, travestis,
dealers, policías, colectiveros, pibitos solos.
No sin cierta vanidad —porque ella también era vanidosa—,
recordó entonces a un chico en particular,
un chico que se cruzó una vez en el tren a Glew.
“Vos sos Janis, la del locutorio”, le dijo él, y se le declaró.
Yo conocí a Janis, sí.
No importa demasiado en qué ciudad ni en qué circunstancias.
Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Pero lo entendí al chico aquel.
Lo entendí perfectamente y lo envidié.
Poeta: Carlos Áldazabal
Poema: «Mauritania es un país con nieve«
“Vengo de la nieve”, me dijiste
en las calles del Cuzco.
“Mauritania es un país con nieve”, pensé,
y poco importó
si Mauritania
era real,
si tenía nieve,
desiertos o praderas,
porque venías de la nieve,
y no estabas en el Cuzco,
ni Mauritania era tu país,
ni yo el que caminaba
a tu lado.
No sé por qué
tu nombre
se queda
en Mauritania.
Ni siquiera
es el fuego
que derrite la nieve,
ni la isla insegura
al borde del tsunami.
Puede que sea el mar
el que una todo.
Porque la nieve es agua
dispuesta
a desplazarse,
iceberg preocupado
por mantener su forma,
pero siempre mortal
para el naufragio.
“De la nieve venimos y a la nieve vamos”,
cantaban las sirenas
en mi oído.
“Nieve serás, mas nieve enamorada”, repetían.
Y Mauritania era un oasis
en el mar,
y tu cintura de sal,
nieve en mis manos,
y tu corazón,
hoguera alumbrando la noche.
“Vengo de la tarde”,
me dijiste en Colonia.
Y yo pensé que Mauritania
era un acantilado.
Poco importaba
el atardecer,
porque en Uruguay
no éramos nosotros
ni ese faro era el faro
que ardía por los sueños,
ni esa puesta de sol
la redención del agua.
Pero Mauritania es tu país.
Sé que venís de un lugar
donde la nieve cae.
Sé de tu luz
que guía en la tormenta.
Tarde por tus ojos
con que se alumbra el mundo
para volver a vos.
He llegado a tu orilla.
Estoy de nuevo en Ítaca,
en Mauritania.